
No sé pronunciar la palabra ibuprofeno. No la vocalizo bien en público. Entro en la farmacia y me trabo. Ifropeno. Buprefeno. Pero hay más. En los penaltis del Argentina-Holanda me golpeé el pecho de la emoción. Me jodí un intercostal. Un mes me duró el dolor. Y más aún. Regresaba la camilla con mi Santa, venida de quirófano, y yo dormitaba la siesta. Ni los oí entrar. Y una más. Años después sigo sin saber cómo me rompí la muñeca. Sólo que subía a un árbol vestido de troglodita.
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No sé por qué pasó. A veces actuamos de forma irracional. Sin sentido. Sin explicación. Como si el cerebro quisiera reírse de nosotros. Hace meses que me hace vivir en mayo. Estoy entre ilusionado y acojonado. Ilujonado. Se lo confesé a una joven monja de 93 años. Tampoco sé por qué a ella. Nos acabábamos de conocer. No existe nada más hermoso en el mundo, me tranquilizó. Al acabar, me pidió que le anotara el teléfono en un papel. Supongo que no he perdido mi encanto.
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Los grandes escritores sólo tienen un tema. Alberto Moreno, sobre las películas que no vio con su padre, dice que el suyo es la nostalgia. El mío es no olvidar. En Navidad estuve clasificando papeles de mi madre. Su letra sigue viva. Ordené las fotos. Siempre salgo haciendo el payaso. A veces uno es feliz y no lo sabe, escucho en Cinco Lobitos. En la White House tenemos un teléfono fijo. Ahí sólo llamaba ella. Desde el piso de enfrente. A veces suena. Sé que es irracional. Que no tiene sentido. Pero siempre descuelgo esperando que sea desde el más allá.
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Pero siempre es un señor que me quiere vender algo.