El tiempo es un mal compañero de viaje. Atenúa las sensaciones primigenias. Quizás, por eso, pese al peligro inminente de meses de leer las atrocidades del mal llamado Estado Islámico, hemos necesitado una matanza real, en lugares cotidianos y personas comunes, para caer en la cuenta que podemos estar en peligro. Que el 11S y el 11M ocurrieron. Y revivir ese temor: que nuestro nombre podría estar perfectamente junto al de las víctimas.
Desde el pasado 13 de noviembre, la psicosis y el debate se han vuelto a instalar. Y campan a sus anchas. De nuevo, volvemos a mirar de reojo. Sin querer, nos alerta aquel color de la piel. Aunque seamos incapaces de diferenciar entre árabe, musulmán, islámico o islamista. Da igual. Y en nuestras tertulias discutimos hasta dónde debe llegar la libertad, seguridad, justicia o la respuesta armada.
Y no hay consenso. Ni solución fácil. Y, menos, inmediata.
Y, posiblemente, eso sea lo que más nos desestabiliza.
No ser capaces de controlar la situación.
Ser vulnerables.