Cuando eres niño la vida es un verano sin fin. Tu capacidad de sorpresa es inabarcable. Todo es nuevo, maravilloso. No haces planes, no proyectas, no meditas. A diferencia de los adultos, la vida no es una partida de ajedrez donde antes de mover ficha debes planificar las siguientes jugadas.
Cuando cruzas a galope la adolescencia, en esa primera juventud, la vida ya es un salto sin red. No importa el mañana ni las consecuencias. Sólo quieres beberte el mundo. No hay fin. Lo quieres todo.
Pero, aunque Peter Pan no lo quisiera, todos acabamos convertidos en adultos. La capacidad de sorpresa desaparece.
Durante los dos años en que mi Santa y yo navegamos con el viento en contra, decidimos que nunca pensaríamos en el mañana. Fue la única solución que encontramos para no volvernos locos. O, peor, pesimistas. No nos quejábamos. Íbamos día a día. Hora a hora. Minuto a minuto.
Pasada la tormenta, hemos decidido seguir con el mismo plan. Nos dejamos sorprender. No planeamos más de lo estrictamente necesario.
No esperamos, simplemente vivimos.