La soledad del líder

Muchos se preguntan qué será de Joseph Ratzinger cuando mañana abandone a Benedicto XVI. Nadie lo sabe con certeza. Pero no es difícil imaginar qué sentirá cuando, tras saludar tímidamente desde el balcón de Castel Gandolfo, se retire, con lentitud, a sus aposentos. Cuando cierre tras de sí (algo más que) una puerta, y, en silencio, mire a su alrededor.

Soledad. Una gran y absoluta soledad. Una buscada soledad. Una necesitada soledad. Habrá transformado el intenso y constante ruido de su vida papal en el silencio de su nueva identidad.

No creo que sea la primera vez que se haya sentido solo en su pontificado. Como Jesús en Getsemaní, al asumir el papel de Pedro en esta, nuestra historia, asumía esos trances en los que nadie le podría ayudar. Asumía que estaría solo. La soledad del líder. Esa amarga sensación. Saber, sentir, que todo recae sobre tus espaldas, que debes decidir, dar la cara. Que no puedes esquivarlo.

Quien alguna vez ha tenido en sus manos una gran responsabilidad sabe que, en algún momento, se enfrentará a esta circunstancia.

Por desgracia, estos tragos no estaban sólo destinados al futuro Papa Emérito.

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