Me apetecía mucho el lunes sentarme ante Ramón Lobo y Olga Rodríguez y escuchar. En pleno transvase de periodista a docente, el gusanillo vocacional sigue dentro, pero, por ahora, me conformaba, simplemente con eso, con oír sus experiencias. Ambos han sido (y son) corresponsales, expertos en zonas calientes. Venían a Valencia de la mano de Le Monde para explicar en primera persona el uso de las redes sociales en las revueltas de Oriente Medio.
No les mentiré. Una parte de mi ansiaba especialmente escuchar a Ramón Lobo. Recién despedido de El País, había seguido emocionado en su blog y en el Jot Down todo su proceso de asimilación del golpe. Duro golpe. Me había recordado a mi mismo, nueve meses atrás pero con treinta años más. Algo extraño, la verdad.
Como que siempre voy con prisas a todos los lados, sólo pude escucharle media hora. No importó. Ya tenía la cabeza en otra parte. Conforme hablaba antes su predecesora, Olga Rodríguez, cambié de punto de vida. Conforme nos explicaba y mostraba las fotos de sus fuentes en Egipto o Gaza, su valiente causa, sus problemas, su peligro, su miseria, me di cuenta cuánto debemos los periodistas a los ciudadanos anónimos que, gracias a las redes sociales, muestran realidades que muchos gobiernos totalitarios no quieren mostrar. Pero también, cuánto debemos los ciudadanos a esos periodistas, como ellos dos, que, pese al miedo a morir (que también lo tienen), anteponen la prioridad de mostrarnos la realidad al resto.
Entonces, me di cuenta, que ambos son unos héroes.