El gran salto

Cuatro millones trescientos mil españoles, un 27,8% de cuota de pantalla. Es decir, muchísima gente. Con lo depresivas que suelen son las tardes de domingo y va y un austriaco, cuyo apellido nadie sabe pronunciar, nos tuvo entretenidos durante dos horas por averiguar, en vivo y en directo, si su salto desde 39.000 kilómetros de altura se acompañaría de la palabra hazaña o desgracia.

Y allí estaba yo, solo junto a cinco tías (dato que carece de importancia pero que muestra mis poderes de latin lover), ante la pantalla, cuando Felix Baumgartner asomó la cabeza por su nave. Todos gritamos. Luego, se quedo de pie, tieso, ante al abismo y volvimos a chillar. Pero más gritamos cuando se dejo caer. Qué emoción. Qué fascinante. Qué horror. Todo a la vez. Y lo mejor, gratis.

Decía yo a mi coro de mujeres (esto ya es recochineo) que  era todo un poco Black Mirror. Todos pendientes de la televisión sólo por el morbo. Yo, el primero. En el caso del primer capítulo de la serie británica, con un primer ministro realizando un sacrificio sexual público para evitar un asesinato y, aquí, en la realidad, con un tipo aburrido (pero bien patrocinado) asomándose a la estratosfera.

Durante el transcurso de la retransmisión, me llegué a preguntar si importaba algo el salto, la velocidad de caída o la posible muerte de Baumgartner.

Realmente lo que nos ponía es verlo (y compartirlo) en directo más allá del resultado. 

Y eso es lo que no sé, si es bueno o malo.

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