
Aparece sin más. No avisa. Te coge del pecho, te arrastra y te regresa allí. Déjà vu cabrón, así lo he bautizado. El cerebro. Qué facilidad tiene para transportarte emocionalmente al pasado. Para recrearte recuerdos. Como ecos. Se sirve de cualquier puerta de entrada: una imagen, un gesto, una canción. De revivir se trata. No sé si les ha ocurrido. A mí, últimamente, bastante.
Quienes hayan leído o visto “Patria” encontrarán allí un déjà vu cabrón. Nerea, la hija del Txato, en su despechada visita a Fráncfort, se topa con un accidente y su cadáver. Esa imagen física de la muerte por fin la enfrenta al asesinato de su padre. Aita, aita. Me faltó a mi también gritarlo tras un dolor nocturno del Principito. Me removió entero, ama.
Igual es locura transitoria. Pero ha llegado a ser físico. Sujetarme fuerte la muñeca si me cuentan que alguien se ha roto un hueso. Suena imposible, pero al escucharlo percibo un flash de dolor. Yo me la rompí en pedazos. Como un gilipollas. Caí de una escalera. Subido a un árbol. Vestido de troglodita. Revivo hasta la misma vergüenza.
Recién aterrizado a Xàtiva, como gesto simpático, traje bollos de chocolate a la sala. Del tradicional de Torrent, como los fabricaba mi abuelo o mi tío. Duraron nada. Me fijé en que un compañero, el más bohemio, el más raro, sostenía uno pero sólo lo olía. Finalmente, lo envolvió de nuevo en su papel y se lo guardó. Le pregunté por qué. “Huele a mi infancia”, respondió.
Lo que daría yo ahora por visitar mi niñez.