Siempre he fantaseado internamente con que, algún día, cuando ya no campe por este mundo, estas páginas sean descubiertas por mis hijos, quién sabe si por mis nietos, o por alguien que quiera conocer qué pasaba por mi cabeza tiempo atrás. Aspiro secretamente a que al leerlo se cree un hilo invisible que nos una superando tiempo y espacio.
Ya son más de trece años construyendo poco a poco este diario. 1868 artículos. Muchos me sonrojan. Cómo pude escribir aquello. Sí que estaba miope. Me creía con más poso. Más maduro. Y les aviso, me da apuro también que me comenten aquello que escribí. Porque nunca tuve un sistema de juego. Simplemente escribo. Hijo, si lees ésto, recuerda que cada palabra es obra de su tiempo y contexto. De un instante concreto. Así fui, pero puede que ya no sea así.
Cambiar las redacciones por las aulas me ha provocado una pérdida de escritura. Pero, paradójicamente, cuanto más me adentro en la docencia, más me apetece garabatear. Como si esta etapa centrado en aprender a ser buen maestro hubiera provocado también la necesidad vital de seguir tecleando.
Dos pequeños libros, dos cincuenta aniversarios, me han tenido atado este último año. Mientras los redactaba, mientras me documentaba, mientras absorbía influencias (ya saben, mis Enric González, Jabois, Millás, Paco Roca, David Trueba…), sin darme cuenta, algo se me removía por dentro sobre el paso del tiempo, sobre aquello que vivimos y la necesidad que quede escrito para la posteridad.
Miope, escribe.
Y que llegue lejos en el tiempo.
Quién sabe si algún día tú, sí tú, estarás leyendo estás páginas.
Y, al fin, me conocerás.