Pasea por el colegio un señor mayor, sacerdote, vestido siempre impecable, con un frondoso cabello blanco y andar pausado. Seguro que muchos adivinan a quien describo. Ahora que vuelve a gozar de buena salud y buen tiempo se le ve más por los pasillos. Ayer mismo, me lo topé, sentado en una esquina, durante una charla para alumnos. Unas monjas misioneras testimoniaban ante un atónito y adolescente auditorio qué es eso de darse a los demás sin esperar nada a cambio. Por cierto, las religiosas residen en una aldea valenciana cuya plaza principal lleva el nombre de nuestro anciano protagonista. Pero esa es otra historia.
Al acabar, uno de los alumnos, alto, fuerte, de un corazón tan grande como su carácter (el día anterior yo había tenido una bronca fuerte con él), se le acercó, intercambiaron unas palabras y se abrazaron. No sé que se dijeron, pero, tanto él, como su clase, mi clase, sienten un gran respeto por el señor mayor. Cuando eran más pequeños, él se dedicaba a visitar su clase, a hablarles y no lo han olvidado.
Horas antes del abrazo, conversaba con un compañero sobre cómo los profesores intentan ganarse el respeto de sus alumnos. Los hay autoritarios, cercanos, duros, graciosos, espectaculares o enrollados. Y también hay quien lo consigue desde el cariño, mirando a los ojos y hablando al corazón.
Ojalá yo sea uno de esos.