Miguel Ángel

Me sorprendió. Cuando quise darme cuenta ya estaba justo detrás mía. Debo confesar que me puse en guardia mascullando al resto un «ya se nos ha colado». Analicé los rostros de mis acompañantes. Sus miradas, de apenas 20 años, eran una mezcla de temor, curiosidad y precaución. «¿Qué hacéis?» preguntó, viendo una sala llena de comida y material, pero no esperó a la respuesta y rápidamente se fijó en mi brazo para saber qué me había ocurrido. Fue la excusa perfecta para que yo tomara las riendas de la conversación y lo apartara, de buenas maneras, del lugar donde no debía estar.

Bajando las escaleras me narró toda su vida. El punto de partida común del yugo durante meses a una escayola le sirvió para desarrollar un inconexo relato que incluyó una infancia en Zaragoza, la bomba no explotada en El Pilar, sus años escolares, una esperpéntica huída del servicio militar, el trabajo en el campo, una sierra mecánica y varias visitas al hospital. No me quedó claro cuándo y por qué llegó a Torrent. En cambio, el reconocimiento de una discapacidad por problemas mentales quedó patente: «No sólo vamos al médico por problemas físicos. Hay muchos locos».

Da igual cómo se llame. Usemos, si quieren, un ficticio Miguel Ángel. La cuestión es que, tras pedirme un cigarrillo y rogarme que me cuidara ese brazo («de forma tan rara»), se despidió con un «voy a ver si encuentro al cura». No hubo ni apretón de manos. Me quedé un instante en la puerta contemplando cómo se marchaba lentamente hablando para si mismo. Me pregunté en qué momento de su  vida todo se torció.

Qué ocurrió para que acabara pidiendo diariamente a la puerta de una iglesia.

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