The Rains of Castamere
Creo que coincidimos todos los fans de Juego de Tronos (la serie, los del libro jugáis en otra categoría) que lo del capítulo 9 de la tercera temporada nos ha pillado a pie cambiado. Los gritos de sorpresa y maldiciones varias se han podido escuchar en medio mundo. Y mira que estábamos ya escaldados por la afición de George R. R. Martin y los productores a no respetar ni a los protagonistas. También, si hacíamos un poco de memoria, teníamos los precedentes (Ned Stark, Batalla de Aguasnegras…) de los anteriores penúltimos capítulos de temporada. Pues nada. A la mayoría el careto de estupefacción aun nos dura.
Ese final, ese silencioso fundido a negro, probablemente sea uno de los momentos más violentos y de mayor conmoción que se hayan visto en la historia de la televisión. Deja en segundo plano impactantes giros en Breaking Bad o Los Soprano o obras de arte como «La constante» de Lost. Una gozada de capítulo y no sólo por la ya histórica secuencia final.
Nos hacemos mayores. A partir de ahora ya asumimos lo que ya intuíamos: cualquier cosa puede ocurrir. Juego de Tronos tiene tantas tramas, tantos matices de grises, que no hay casi espacio para la previsibilidad. Y aquí radica su éxito.
Y lo sé. Ustedes pensarán que este artículo está embriagado y condicionado por la reciente visión del capítulo. Que igual las loas son exageradas.
Es posible. Pero qué importa. La televisión se creó para entretenernos. Y con Juego de Tronos lo gozamos.
A ver qué serie puede provocar estas reacciones.