Chispa. Magia. Genialidad. «Eso». Cada uno lo denomina como puede. Pero nadie sabe exactamente definirlo. Todos sabemos de qué estamos hablando y no acertamos a precisarlo. Sí. Esa cualidad que distingue a las leyendas de los grandes. Un don con el que se nace, no se hace. Porque las buenas maneras se pueden trabajar, la excelencia no. Se tiene o no se tiene. Por mucho que se imite, no se puede reproducir. De repente, no sabes como expresarlo, pero lo detectas ante ti, ese gancho, es «clic», ese «uffff, qué bueno».
Enric González es uno de ellos. Lo tiene. Periodista involuntario que acabó ejerciendo en La Hoja del Lunes, El Periódico, El País y, (tras su sonada salida) ahora escribiendo para El Mundo y Jot Down. Cronista, corresponsal, reportero, articulista, vividor. Barcelona, New York, París, Londres, Roma, Jerusalén, Golfo Pérsico. Su peculiar estilo es único. No en vano, es uno de los periodistas españoles más respetados. Por eso, «Memorias líquidas» es una obra tan indispensable. Porque respira periodismo (y dignidad) por los cuatro costados. Porque sabes que es de esos libros que no piensas compartir con nadie.
Unas memorias amargas. De mirada desilusionada. Del que piensa que el pasado fue mejor. Que el de ahora es un camino de no retorno.
Y no, no les mentiré. Leer con avidez sus 181 páginas ha supuesto un significado muy personal para mi. De fin de era.
Una sensación que tampoco sería capaz de expresar con palabras.