Indudablemente nos falta perspectiva. Incluso a la hora de diagnosticar nuestro dolor, nuestro sufrimiento, nuestros problemas. En los días en que uno puede permitirse la frivolidad de pensar que todo se va al carajo, que la cosa está chunga, que cómo saldremos, que menuda mala suerte la mía, que me ha mirado un tuerto con un gato negro en una mano y un espejo roto en la otra, que ay qué penita, sí, en esos días, va y uno se topa (tarde, como siempre) con Persépolis.
Y piensa: «Qué afortunados somos».