Es una puerta pequeña. Casi imperceptible al ojo humano. Silenciosa, rodeada entre pilares inmensos. El número 9A de una de las esquina de la plaza del Santo Oficio, en la Ciudad del Vaticano. Allí se encuentra el Dono di María, un centro de acogida de las Misioneras de la Caridad fundado en 1988 por la Madre Teresa de Calcuta. Fue tras una viaje a Calcuta cuando Juan Pablo II recogió su petición de que los pobres tuvieran una casa en el corazón de la Iglesia.
Hace apenas algunas fechas, tuve la suerte de volar hasta Roma para encontrarnos con un sacerdote amigo junto a un grupo de matrimonios. Nunca había visitado la ciudad eterna. En apenas 48 horas, viví un raudo tour emocional por sus caóticas y melancólicas calles. Pero, entre tanta piedra milenaria, entre tanta magnificencia, el viaje quedará marcado en mi corazón por esa pequeña puerta en pleno centro de la cristiandad.
Nuestro amigo, enviado por la Diócesis de Valencia para ampliar su formación, acude allí semanalmente como voluntario a dar alimento y aliento a los indigentes y a celebrar la eucaristía con las mujeres acogidas. Mujeres destrozadas, heridas, apaleadas por la vida, casi deprendidas de su condición humana.
Ante las personas a las que pone su foco el Papa Francisco, ante las que D. Antonio Cañizares nos ha recordado que “hay que llevar la buena noticia”, ante las que yo tenía olvidadas, ante esas mujeres, yo sentí vergüenza de mi mismo.
Ellas no paraban de darnos las gracias por estar allí, por acordarnos de ellas en medio de nuestra cómoda vida, por amenizar su eucaristía con unas guitarras con un par de cuerdas rotas.
Qué metáfora. Como sus propias vidas. Que han perdido muchas cuerdas.
Pero aun hay alguien que las hace sonar.
NOTA: Artículo aparecido en el número 1305 de Paraula.