Quizás nos mal acostumbramos. Lógico, fueron años magníficos. Los que estuvimos esa tarde mágica en el Estadio de la Cartuja de Sevilla nunca hubiéramos imaginado que aquel 3-0 era el principio de la gloria. Pero siguió soplando el viento a favor. Y nos llevó a dos finales de Champions, a dos ligas, una UEFA y una Supercopa de Europa. Fue increíble. Mientras aplaudíamos en Mestalla, emocionados, las vueltas de honor llegamos a creernos más grandes de lo que eramos. Y nos sentimos ricos e invencibles. Pero la buena racha se secó. Y quemamos nuestro dinero, nos embarcamos en proyectos megalómanos y, lo peor de todo, perdimos nuestra personalidad.
Y seguimos buscándola. Seguimos pensando que somos un equipo campeón, que, tarde o temprano, llegará un nuevo título. Pero no es posible. Ni la entidad, ni el presupuesto, ni el equipo lo permite. Hay que asumirlo. Cuánto antes. Y actuar en consecuencia. Si no, corremos, cada temporada que pasa, el riesgo de seguir desdibujándonos, de seguir cayendo, de continuar viendo como hay aficionados que abandonan su asiento y a los jugadores porque su equipo pierde. Eso nunca.
Uno es aficionado en la victoria y en la derrota.
