No existía emoción más grande. Eramos pequeños y abrir ese sobre, descubrir si era indio o vaquero, qué figura añadiríamos a nuestros juegos, suponía una sensación indescriptible. La misma que lanzarnos a correr entre los naranjos imaginando mil aventuras. Como la que sentíamos la noche antes de marchar de campamento. Pero, inexplicablemente, con el paso de los años los adultos vemos menguada nuestra capacidad de ilusionarnos. Pero, ilusionarnos de verdad. Con ese cosquilleo en el estómago, con ese temblor de manos. Todos lo hemos sentido. Ese mágico momento de descubrir lo inesperado, de disfrutar del salto al vacío, despreocupados, sin meditar qué hay debajo.
Siempre me juré a mi mismo mantenerme lo más vivo posible, seguir ilusionándome como un niño con cada historia nuevo que emprendiera, con cada sorpresa que espere a la vuelta de la esquina. Muchas veces creo conseguirlo. Pero, otras no, cayendo en el sombrío rostro de los adultos. Quién sabe, quizás Peter Pan sepa más de esta forma de vida que el resto, porque, con la edad tendemos a complicarnos más nuestra existencia.
A veces, nos tomamos la vida demasiado en serio.
PD. Y todo esto, porque esta mañana he creído sentir esa emoción instantes antes de escuchar lo nuevo de Quique González.