Dos historias (II)

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Hay noches, que cuando el sueño no viene a buscarme y mi angustia crece (con los años me ha brotado una extraña claustrofobia nocturna por no ver luz), me resguardo en la compañia de las ondas nocturnas escuchando plácidamente «Hablar por hablar». Y me funciona.

Fue así, en la madrugada, bien tapado, cuando, compungido, escuchaba hace unos días nuestra segunda historia: una de miedo y orgullo de una madre y su hijo, incapaces de perdonarse y, condenados, por ello, al silencio.

SEGUNDA PARTE: CASA VACÍA

Hace tres años, una ofuscada discusión entre una madre viuda y su único hijo por una absurda cuestión de control materno y un «déjame vivir mi vida» se zanjaba con palabras demasiado dolorosas y un «tú y yo hemos dejado de hablarnos» acordado por ambas partes. Habían llegado, paradójamente, a un punto común. Pero, no era un acuerdo, sino una condena, porque, para sorpresa de ambos, ninguno abandonó el hogar.

Día a día, se cruzaban callados por la casa, sin mirarse. La matriarca continuaba cocinando a su vástago y él, trabajando para que en esa ¿familia? no faltara de nada. Pero sin hablarse. El pasillo, la cocina, las habitaciones… eran de una quietud sobrecogedora. Dos extraños unidos por un fínisimo vínculo que, milagrosamente, nunca llegó a romperse.

Su rutina alcanzó tal nivel que, incluso, se sentaban a la mesa juntos, silenciosos como estatuas, como si en frente no respirara la madre que engendró a un hijo que creció bajo sus brazos. Con el tiempo, el remordimiento creció, pero junto a él, el orgullo de no querer dar el primer paso. Mientras, en Navidad, se concedían unos regalos que solitariamente se recogían de una mesa sin que el otro le avistara. Eran ladrones de sus propios presentes.

Una noche, el hijo llamó a la radio, confesando su triste pesar y su ansia de acabar con un silencio que nunca quiso sellar. Se moría de ganas de abrazar y besar a su madre, llorar, pedirle perdón, recuperar el tiempo perdido… y, intuía que su progenitora sentía lo mismo. Pero no se atrevía a dar el paso: el miedo y el orgullo se lo impedían.

Semanas más tarde, la locutora recordaba la llamada y se preguntaba si, con la llegada de la Navidad, el perdón se había producido. Nunca lo sabré. El sueño se apoderó de mí. Pero, quiero pensar que sí. Que se encontraron en mitad del pasillo. Que se miraron a la cara. Que se abrazaron en silencio. Que se escuchó: «perdóname» «no, perdóname tú».

Que, al final, las dos historias tienen final feliz.

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