
Nunca me creí supersticioso. Puedo pasar por debajo de una escalera. Rompí un espejo sin querer. Pero siempre, antes de un viaje, me hago a mano una lista con qué debo llevar. Lo necesito. Me da seguridad. Al salir la dejo visible encima del escritorio. Es la prueba irrefutable que regresaré, que, cuando la vuelva a ver, ya estaré en mi segura vida cotidiana. Nunca las tiro. Las conservo todas. Madrid Musical. Despedida Carri. Port Aventura. Convivencia Directivos. En una aparece “roba rally guarro”.
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Durante un tiempo las escondí a mi Santa. Por vergüenza. Por salvaguardar mi matrimonio. Hasta que en una vi anotado “te has dejado el cepillo de dientes”. Avergonzado, le expliqué que no hacía listas por miedo al despiste, sino para sentir que lo tenía todo controlado. Un salvavidas. Pero, esa noche no le conté que en las maletas también escondo amuletos. Hasta hace unos días, cuando en el control de seguridad le confesé que llevaba un Rayo McQueen y una tortuga de Bluey. Que mis hijos venían así conmigo.
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A mi em costa viatjar, le contaba mi padre al presentador de À Punt este verano en su aparición televisiva. A mi, además, me cuesta volar en avión. Camino de Amsterdam conseguí reír viendo Poquita Fe. Pese a mi vértigo, también subí a un molino por una escalera estrecha. Nos llovió de todos los colores. Cenamos en un restaurante lleno de fotografías de madres. No nos importó. Seis años sin viajar solos. Mi única pretensión era estar juntos. Y regresar. Y sumar una lista más al cajón.
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Lo que demuestra que mi sistema es infalible.
