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Justicia poética

Me permitirán que hoy les cuente una pequeña historia. Una historia que habla de justicia poética. Una historia que he vivido en primera persona y que, por fin, cierro definitivamente. Una historia que ha tenido que esperar cuatro años y que, hoy, precisamente hoy, necesito vomitarles.

Saben que no soy persona rencorosa. Justo al día siguiente de ser despedido, tras el cierre de Aldaia Ràdio (cuyo Pleno que lo certificó fui obligado a cubrir en directo, de cara al público asistente), fui planta por planta, edificio municipal por edificio municipal, rincón por rincón, despidiéndome con una sonrisa de todos los trabajadores del consistorio donde trabajé durante (casi) diez años. Hubo muchas lágrimas y abrazos. Yo y mis compañeros nos habíamos dejado la vida en el proyecto.

Tampoco tuve reparo en desear buena suerte al equipo político que me ejecutó. Lo hice de corazón. Se lo prometo. Deseaba creer que estuvieran en la razón. Que, pese a mi propio dolor, pese a la presión ciudadana (éramos el epicentro de la información local y, externamente, multipremiados), fuéramos, como argumentaron, un gasto superfluo, deseaba que sí, que fuera necesario nuestro coste para ayudar a muchas familias necesitadas. Llamé a la puerta. La alcaldesa que firmó el acta no quiso recibirme. Otros concejales, a puerta cerrada, me confesaron su error e hicieron promesas que nunca cumplirían. Tampoco esperé que las cumplieran.

Los meses siguientes, pese al shock, pese al vacío, pese al ánimo de venganza, sorprendentemente, decidí guardar silencio. Me autoconvencí que el resentimiento no tenía cabida, que si quería empezar cuanto antes un nuevo camino, lo mejor era poner tierra de por medio al pasado. De hecho, yo y mi familia radiofónica tardamos seis meses en reencontrarnos. Y, durante casi un año, no pisé la ciudad donde aun vive la mitad de mi familia sanguínea. Ninguno de ellos tenía la culpa, pero sentía que sólo así podría seguir adelante.

Con el tiempo, fuimos rehaciendo con mucho esfuerzo nuestras vidas y todo el dolor inicial se fue disipando. Incluso, en una boda donde coincidimos, a aquella alcaldesa intenté confesarle que, con perspectiva, me había hecho un favor. Me giró la cabeza ante decenas de personas. Nadie puede tacharme de convertir mi dolor personal en un ataque a quien lo provocó. Fui silencioso y educado. Sólo me permití la añoranza, el recuerdo de aquella vida entre micrófonos.

Pero, curiosamente, aquellos que firmaron nuestros despidos, no lo entendieron así porque, durante estos cuatro años, periódicamente, a modo de panfletos callejeros, se nos calumnió a todos los trabajadores de aquella constantemente recordada emisora. Hasta en tres ocasiones. Todo media verdades y mentiras enteras. Yo hice oídos sordos. Ni lo comenté a mis allegados. Siempre creí que el tiempo acabaría poniendo a cada uno en su sitio. De hecho, la creciente indignación ciudadana y la posterior dimisión de concejales, fueron poco a poco dándome la razón.

Y he de confesar que estuve a punto de ceder. La filtración del intento de reapertura de la emisora y la última panfletada en la pasada campaña electoral, casi provocaron que, por fin, respondiera, que, al menos, me desahogara en público. Pero era fruta madura. No había que ser muy inteligente para intuir lo que iba a ocurrir.

Por eso he esperado hasta hoy.

Hasta el día después del mayor batacazo electoral en Aldaia.

Por fin se ha hecho justicia poética.

FIN.

Dedicado a Pilar, Shaila y Juan. A todos aquellos que hicieron posible Aldaia Ràdio, a todos nuestros oyentes durante 10 años. En especial, a Fina, quien, desde su ceguera, acuñó el mejor eslogan posible: «Sou els ulls i la veu d’Aldaia»

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